El año pasado navegué entre dos mundos: el artificial y el natural. A ninguno sé bien cómo llamarlo. Casi todas las expresiones, de pronto, se volvieron presas de las comillas, los eufemismos, las perífrasis y los neologismos. Nos cambiaron tanto las referencias que necesitamos nuevas maneras de nombrar.
Pero digamos que navegué donde siempre, en el lenguaje natural, y me asomé a la orilla de su procesamiento por las máquinas. Anduve entre el verbo y el vector. Entre la sintaxis y la distancia euclidiana. Entre el tempo de la narración y los segundos que tarda un modelo de lenguaje en devolver una respuesta.
Intenté ahondar particularmente en el funcionamiento de esos modelos, en cómo las palabras se convierten en números, en los motivos por los cuales la complejidad semántica se resume en una similitud de coseno. Estuve aprendiendo cómo aprenden las máquinas: cuando las supervisan, cuando no, cuando lo hacen por refuerzo. Me detuve en la arquitectura de las llamadas redes neuronales y me maravilló advertir que la capacidad generativa de los modelos radica en una exposición a muchos estímulos y una inmediata reducción de su dimensionalidad. Como si solo en ese gesto de condensación, pudiéramos alcanzar la esencia. Algo bastante parecido a lo que buscamos cuando corregimos textos.
Así, mi campo semántico dio un giro. Se llenó de siglas, funciones y anglicismos, con un sonido que, al principio, me resultaba demasiado ajeno: RNN, NLP, kernel, CNN, tensorflow, python, numpy, scipy, transformer, embeddings, splitting, fine-tuning, swish, softmax, GPT, RAG, prompt, zero shot, token, ReLU y un largo etcétera.
Pude superar gran parte de esa extrañeza inicial porque el aprendizaje no fue únicamente en soledad. Estos días se cumple un año de mi aterrizaje en LAIA: Laboratorio Abierto de Inteligencia Artificial, de la llegada a un grupo multidisciplinario de profesionales que investigan la IA, ponen el cuerpo, exploran herramientas, comparten, reflexionan y juegan mientras se hacen las preguntas más serias: aquellas que buscan la soberanía tecnológica, la transparencia, la equidad y una redistribución menos injusta.
En medio de esa intensidad, pasaron los días y no llegué a publicar antes de que se fuera el año «viejo» y llegara el «nuevo». Otra vez, la sensación de un hacer lento, mejor dicho, de un hacer profundo, a mi tiempo. Un pulso que no resuena demasiado con los calendarios, las festividades religiosas ni los eneros, pero sí con los aprendizajes significativos, con todos esos instantes en los que la curiosidad me dejó al borde del asombro y la exaltación.
En definitiva, si nuestra comunicación se reduce a inferencias estadísticas, y si el sentido no es más que una cuestión de distancia, quizás solo se trate de saber de quién estar cerca. Hay grandes chances, entonces, de que este año, como tantos otros, me quede ahí: en comunidad y entre palabras.

