Cuando renuncié a mi trabajo, tenía tantas ideas que necesitaba escribirlas, leerlas, grabarlas en un papel. Decidí comprar corchos hexagonales, los pinté del color verde significante y, a los tres minutos, ya estaban repletos de anotaciones, de estímulos: de promesas. Me pasa todo el tiempo cuando leo y una frase me impacta. Siento el impulso de escribirla, de fijarla con alguna parte del cuerpo para después, como si en ese acto de escritura terminara de aprehenderla.
Y hace unos meses, mientras corregía un manual de poesía precioso, tuve que anotar la frase con la que el autor describía la esencia del haiku: “penetrar en la vida de las cosas”. Siempre sentí que las cosas, al menos las que yo quería, tenían vida. Una amiga me llamaba animista, y lo que a mí me gustaba era llamar a las cosas por un nombre. Por eso, un perro de peluche que me regaló mi hermano con su primer sueldo enseguida se llamó Julián. Mi bicicleta, la misma que conservo desde los doce, responde al nombre de Valeria. Y la planta que oxigenó mi departamento hasta hace poco murió sabiendo que era Marilina.
Penetrar, eso hace la palabra (eso hizo conmigo). Ir al fondo, en busca de las cosas para nombrarlas. Penetrar en la vida de los textos, eso hacemos las correctoras. Bucear en su forma, interpretar su contenido, analizar sus nombres, reordenar su cuerpo. Pensar en el texto como un ser vivo, atender sus ciclos, potenciar sus comienzos y elaborar los finales. Ir al fondo de su ortografía, de su puntuación y de su sintaxis para sentirlos respirar, para ayudarlos a nacer.

